Este es el poema número XXXVIII del libro que Salvador Espriu publicó en 1960 con el título de La pell de brau (La piel de toro), en traducción de José Corredor-Matheos. El poemario era una oda a la España plural muy parecida a la Oda, de 1898, de Joan Maragall que comenzaba diciendo «Escucha, España». El afecto de los dos poetas por España, transmutada en los versos de Espriu en esa mítica Sepharad hebrea que fue paraíso de la tolerancia, es idéntico al proyecto regeneracionista del catalanismo que ha dominado la escena política catalana durante más de un siglo y medio.

Y sin embargo, esa piel de toro se convirtió, como ya apuntó Maria Aurèlia Capmany en 1963, en un territorio que el combate manchó de sangre porque el toro la embiste y la arranca con los cuernos para convertirla en bandera sangrienta del dolor y de las múltiples injusticias. Sepharad es la tierra amada y odiada por ese pueblo doliente, añorado de una gloria lejana, pero que le es fiel porque no le parece incompatible defender la nación propia en un Estado ajeno. La generación de nacionalistas de la década de los sesenta del siglo XX crecieron con esa cosmovisión, se puede decir, revolucionaria, que les permitió abrigar la esperanza de que el cambio democrático permitiría el definitivo encaje de Cataluña en una España plurinacional.
La reflexión no es mía. Es de Jordi Pujol, quien la repitió por enésima vez en un homenaje al historiador Jaume Vicens Vives cunando se cumplió el 50 aniversario de su fallecimiento, ocurrido el 28 de junio de 1960, pero cuya celebración se tiñó de malos augurios al conocerse ese mismo día la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de 2006. Afirmaba Pujol, aún sin conocer el alcance de la tragedia, que en la década de los años sesenta su generación se propuso «construir» una nueva España con el llamado a los demócratas españoles antifranquistas para que conjurasen el dolor que les provocaban las viejas incomprensiones hacía lo catalán con la reivindicación de un Estado moderno, plural, multilingüe y libre. Y mientras coreaban el amén final del poema de Espriu, estos jóvenes nacionalistas catalanes se disponían a hacer política para «reconstruir» aquella Cataluña hendida, gris y sometida a una España centralista y castradora.
El Estado Autonómico de 1978 es hijo de esos ideales compartidos por los demócratas peninsulares. La idea de «reconstrucción» de Cataluña no fue para nada incompatible con la lealtad a España, por lo menos entre los grupos constitucionalistas, lo que incluye a los nacionalistas de Jordi Pujol. Pero el destino se torció cuando los militares obligaron a la primera rectificación aquel nefasto 23F de 1981. Y el PSOE se sometió, no se si con gusto o bajo presión, pero lo hizo. Luego llegó la derecha del PP y se embarcó en esa relectura de lo que debía ser España que se convirtió en una verdadera regresión. La presión provocó finalmente la explosión.

Cuando se puso en marcha la reforma del Estatuto en 2006 el PSOE estaba en la oposición y prometió lo que después se constató que no estaba dispuesto a cumplir. Las heridas que provocaron el fracaso del Estatuto catalán, sumadas al impacto de la crisis económica, que demostró la endeblez de la autonomía para hacerle frente, fueron gangrenándose hasta pudrirse. La sentencia del Tribunal Constitucional fue, no cabe duda, el acta de defunción de ese catalanismo «españolista» que suspiraba por Sepharad y el cómodo encaje de Cataluña en ese proyecto que al final tropezó con la blanca mirada y el vacío.
La fase de «reconstrucción» se acabó con la casa a medio levantar y empezó esa otra en la que estamos inmersos ahora: la fase de desconexión. El sueño de Sepharad se desvaneció ante la propuesta de los antiguos moderados de emprender viaje hacía Ítaca. El futuro era ya una Cataluña sin Sepharad. La Cataluña Estado porque las naciones sin Estado no son nada en esta era global.
Publicado en 2010-2014: Las cuatro crisis que cambiaron España, EconomiaDigital, 2014.